Uzal y Debenedetti
Hoy
me sentí vieja. No en sentido abuela, anciana. Sino vieja como si el peso de
muchos años me hubiese asaltado de pronto, y a mano armada. “Che, tomá. Acá
están los últimos diez años de tu vida”.
Lo importante fue que esta invasión de vejez en mis ya casi diecinueve años
se dio en un momento no demasiado
oportuno. Aunque a decir verdad, la mayoría sino todos los grandes eventos en
la vida de alguien ocurren en momentos nunca convenientes.
En
este caso la inoportuna situación sucedió en un semáforo en la esquina de Uzal
y Debenedetti. Ya de por sí no es una muy linda esquina de día, así que
imagínensela a las 11.30 pm de una noche helada de Agosto.
Nunca suelo frenar. De hecho, cuando conduzco de noche monto todo un operativo antirrobo que consiste mas o menos así: capucha puesta, puertas
trabadas, palo de hockey cerca de la palanca de cambios y radio apagada para estar más atenta. Esto último
podría relacionarse en realidad con la peculiaridad de que me gusta hablar sola.
Si, puede que esté un poco paranoica pero si hay algo que mi abuela logró
meterme en la cabeza fue su famoso “Más vale prevenir que curar, nena”.
La
cuestión es que venía muy entretenida charlando efusivamente con uno de mis
personajes imaginarios. Instintivamente, frené en la esquina cuando el semáforo
se puso en rojo.
Qué paja-pensé-y me reí sola a continuación, imaginando cuál
sería la expresión para Marcos en España. “Qué coñazo” supuse o “Qué vaina”
para Cristina y Gustavo en Venezuela.
Volviendo
al semáforo, miré hacia la izquierda distraídamente, así como podría haberlo
hecho hacia la derecha, haberme rascado el pelo o mirado la hora. Pero giré
hacia la izquierda, tal vez no tan azarosamente. Y lo vi. Mejor dicho lo volví
a ver. Probablemente haya estado allí todo este tiempo, sin que yo, en mi ir y
venir rutinario y apurado lo notara. De hecho, estoy segurísima de que
estuvo ahí. Es como si se hubiese vuelto tan parte del paisaje urbano, de la
ruta diaria, que dejé de verlo. Ni siquiera recuerdo el día en que se hizo
invisible a mis ojos, fue más como un desvanecimiento lento, gradual; y se
siente horrible.
Era
el chico de las flores. Digo “era” porque ahora es más “el hombre” de las flores
que otra cosa.
Todo empezó cuando tenía ocho, o tal vez nueve años, en el
asiento trasero del auto. La edad perfecta para ser un pasajero observador, ya que la corta estatura
brinda el ángulo perfecto al mirar por la ventanilla. Ni muy por encima, ni muy
por debajo. Al ras; como los cocodrilos al asomar apenas los ojos sobre el agua
pantanosa. Yo creo que el mundo debería dividirse según esta clasificación: los
que miran y los que no miran. Es algo que se puede advertir desde la infancia.
Hay chicos que van jugando o peleando con los hermanos, y están los que se
quedan mirando por la ventana todo el viaje, absortos en las imágenes
exteriores que van pasando. Yo siempre fui esa clase de chica, del lado de los
que miran. Y así fue como reparé en el chico de las flores. Era un nene igual
que yo, tal vez un par de años mayor, pero no más de tres o cuatro como mucho. Tenía
dos ramos de jazmines, uno en cada mano, los cuales paseaba con gracia por
entre los autos. Todavía me recuerdo pensando "pobre, seguro lo van a castigar por caminar solo en la calle. Nadie le está sujetando la mano." Mamá siempre
me retaba cuando cruzaba corriendo sola. Vestía una remera gris bastante sucia
y unas bermudas de jean igual de percudidas. Sin embargo, su mirada no le
combinaba con la ropa. Era alegre y risueña. Pasó por mi ventanilla y me
sonrió, a pesar de que mamá no le había comprado ningún ramo. El semáforo
cambio a verde y seguimos.
Nosotras
seguimos, pero él siguió en esa esquina, con su balde repleto de jazmines
esperando a que algún enamorado anduviese con ganas de agasajar a su
mujer.
Pasó
el tiempo y lo seguía viendo cada vez que pasaba por esa esquina. Siempre
estaba. Siempre. Cada tanto mamá le compraba un ramo y a modo de agradecimiento
me guiñaba un ojo. Claro que yo ya viajaba en el asiento delantero. Se fue
poniendo grande, igual que yo, y se me empezó a hacer costumbre eso de verlo,
sonreírnos… Mamá se reía y decía que era un bombón, porque asumía
que no me fijaría en él seriamente.
Y
así fueron pasando los años. Creo que hubo un tiempo en el que no estuvo, o
quizá yo no pasaba tan seguido por allí. A los quince o dieciséis me puse de
novia y supongo que eso también lo volvió un poco invisible. Ya no lo
veía, aunque estuviese ahí como siempre.
-¡Dale
piba, apurate!- y un bocinazo. Eso fue lo que escuché cuando volví a la
realidad.El semáforo se había
puesto verde y yo seguía ahí estancada, con el cambio puesto sin poder apretar el
acelerador. Se ve que el Peugeot que tenía atrás se cansó de esperar a que
reaccionara porque me pasó con una maniobra imposible haciendo rugir el caño de
escape. No sé si fueron los nervios, el sobresalto del ruido o qué, pero el auto
se me apagó de golpe. Volví a mirarlo. Estaba sentado sobre el balde vacío,
riendo disimuladamente por mi “altercado” mientras largaba despacio el humo de
un cigarrillo. Pero ya no era una risa alegre ni risueña como me había parecido
tanto tiempo atrás. Esta risa tenía un dejo de cansancio, de agobio. Como si
fuese la primera vez en el día que reía espontáneamente, y con ella se sacara
algo del peso en sus hombros, casi con culpa. Fue recién en ese instante cuando entendí que nadie lo
retaría por estar solo en la calle, y la admiración que sentía al mirarlo desde
la ventanilla de atrás, se transformó así, desde la ventanilla del conductor
que ahora ocupaba yo, en compasión. Quizá pena.
Puse
primera y arranqué. No me gustaba como se sentía el nudo en la garganta que me
habían producido los recuerdos.
El
martes siguiente cambié el recorrido.
Y
el otro.
Y
ya nunca más volví a pasar por Uzal y Debenedetti.