Guacamole


Con sus dedos pulgar e índice, Francisco aprieta una palta un par de veces. Es una palta negra y pequeña que acaba de sacar de una bolsa de nylon color violeta. 

Pone el fruto en la palma de su mano izquierda y con la derecha hace un tajo habilidoso que lo divide en dos mitades asimétricas. Una tiene el carozo. La otra tiene el vacío que deja el carozo. 

Alterna suaves cortes verticales y horizontales en la pulpa como si le hiciera cosquillas a un pichón que sostiene con ternura sobre el hueco de su mano.

Con una cuchara, recoge la palta cuadriculada que se separa sin dificultad de la piel rugosa y la coloca en un bowl de cerámica. Revuelve con determinación y echa sal. Tanta sal que cae silenciosa en el recipiente, la mesada y el piso. 

Ahora repite el proceso cuadrillé con la otra mitad de la palta, la del carozo. En un movimiento seco y rotundo golpea la pelota marrón con el serrucho del cuchillo, y el carozo, que se incrusta en los dientes del utensilio, sale limpio y brillante como una bola negra de pool.

Agrega cebolla cruda. El blanco neón primero contrasta con el verde, pero enseguida se funde con el resto de la preparación. Bate enérgico e incorpora el jugo de un limón que exprime sin cuidado de que se caigan las semillas. 

Echa más sal, más jugo y revuelve con la vista fija en la palta.

Hasta que de un momento a otro deja de mezclar. Toma el mango sucio de la cuchara y prueba el guacamole. Con los ojos cerrados, hace un sonido gustoso y, tras una pausa, lleva el bowl a la heladera.

Entonces, dejando atrás manchones de sal invisible y pegajosa, salpicaduras de jugo de limón y restos grasos de palta, Francisco se arroja de un salto al sillón del living. Cruza sus brazos detrás de la nuca y suspira, como quien se deja caer sobre sábanas revueltas después de hacer el amor. 




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