Mi hermano volvió al colegio y yo escribí una crónica del regreso

 El 15 de junio a las 21.15 Felipe no terminó de armar su mochila para el día siguiente.


“Mirá la hora en la que bajás tu taza de la merienda”, le dice su mamá, enojada con el chico de doce años por los hábitos adquiridos durante las clases virtuales. 


Mientras pone una jarra de jugo de pomelo sobre la mesa, Felipe pregunta, responsable, por los papeles que tiene que llevar para entrar al colegio. Su mamá ya envió por mail la declaración jurada y la ficha médica a la preceptora de primer año técnica “A” del Instituto La Salle Florida en Vicente López.


Felipe es uno de los casi 3 millones y medio de chicos bonaerenses que el 16 de junio, tras dos meses de suspensión de clases presenciales y que el gobierno nacional indicara que el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA) dejó de ser zona de “alarma epidemiológica”, regresarán  a las escuelas. 


El ingreso es a las 8.10, pero Felipe pide que lo levanten a las 7 para estar en el colegio a las 8 en punto. Dice que se siente emocionado y levanta el pulgar mientras sonríe mostrando sus paletas. 


Antes de acostarse, Felipe y su mamá buscan una polera blanca para usar debajo de la chomba reglamentaria del uniforme y así amortiguar los 3 grados que anuncian para la mañana del miércoles. La mamá pone sobre el escritorio el pantalón de friza gris más grueso del placard, sweater, buzo y campera. 


Las ventanas y la puerta del aula estarán abiertas. Estufas no hay, pero si tiene suerte y los lugares fijos son los mismos que usaban hasta mediados de abril, le dará el sol de frente durante buena parte de la mañana. 


Pipe -como le dicen en su familia- se va a la cama a las 22.30 después de cenar junto a sus papás una de sus comidas favoritas: milanesas de pollo con arroz. La play se apagó temprano por primera vez en meses. 


“Con clases virtuales me duermo 23.30 más o menos, aunque una vez me dormí a la medianoche sin querer”, confiesa pícaro el preadolescente. “Me despierto, voy al baño y desayuno en la clase. Casi siempre estoy en pijama y la cama está deshecha, aunque estiro la colcha para que no se vea tan mal”.


Con las luces ya apagadas y mirando al techo Felipe piensa en voz alta. “Qué bueno que vuelvo otra vez al cole”. Después, un bostezo marca el inicio de la vuelta.


Mientras tanto, en 73 municipios ubicados en el interior de la provincia de Buenos Aires casi 1,3 millones de alumnos que viven en la costa, las sierras, la llanura y el sur bonaerense

no regresarán a las aulas. 


El despertador de Boca Juniors suena a las 7, pero Felipe no lo escucha y es su papá quien lo termina levantando. Desayuna leche caliente en una taza también de Boca y budín de vainilla. Afuera está oscuro, muy oscuro aún.


7.30 se sienta en el sillón, listo, expectante, con la mochila y el tapabocas puestos. Faltan diez minutos para salir y en la televisión Antonio Laje lee las tapas de los diarios del interior.


Las calles son un caos otra vez, pero en el aire de la mañana pareciera respirarse una suerte de orden energizante. Durante las treinta cuadras que separan la casa de Felipe del colegio, el cielo transiciona de rosa a naranja y finalmente a celeste al llegar a la puerta del Instituto La Salle.


Felipe se para en la fila de adolescentes que esperan para que les tomen la temperatura y coloquen alcohol en gel en las manos. La mayoría está solo y en silencio porque no se conocen entre sí. El ingreso está dividido en dos entradas en las que se mezclan grados y cursos: Calle Malaver o Calle Yrigoyen. Felipe entra por Yrigoyen. Esta semana tiene Matemática en la primera hora. Después seguirá con Lengua, Ciencias Naturales y a las 12 volverá a casa. Esta semana. La siguiente volverán la play, el pijama y la cama deshecha.


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