Barrancas: un pueblo agropecuario cada vez más lejos del campo

Entrada al pueblo desde la autopista Rosario-Santa Fe.

Sobre la ruta once, casi en el punto equidistante entre las ciudades de Rosario y Santa Fe, se encuentra Barrancas, un pueblo sin arco de recibimiento ni cartel de bienvenida en donde viven cerca de 8000 personas.

En esta tierra, organizada alrededor de las vías de un tren de carga que todavía pasa, pero que ya no frena, el edificio más alto tiene dos pisos y una terraza, y el paisaje habitual contempla el paso permanente de grandes camiones con acoplados.

Hacia la zona norte hay un barrio carenciado que crece mientras la actividad en el campo cae. Según el último Censo Nacional Agropecuario, entre el 2002 y el 2018, la Argentina perdió más de un cuarto de sus explotaciones agropecuarias. En San Jerónimo, comuna a la que pertenece Barrancas, la caída es aún mayor: desaparecieron el 38% de los establecimientos.

Una de las principales razones que explica el fenómeno se encuentra en la deserción de los productores de menor escala, que ante la falta de rentabilidad debieron abandonar la actividad.

“La expansión de la agricultura en espaldas que pudieron afrontar los desaires económicos del país, corrieron mejor suerte que aquellos más pequeños y en zonas marginales que se cayeron del sistema ante un estado muy ausente”, explica Jorgelina Traut, periodista especializada en temas agropecuarios.

En pueblos que históricamente se han dedicado al campo, la pérdida de productores agrarios los afecta profundamente. Su desaparición junto a la falta de fomento a la actividad alejan a los jóvenes del campo cada vez más.


En Barrancas son los perros quienes dan la bienvenida a los visitantes. Andan sueltos. Hacen calle. Corren y ladran un rato a los autos que llegan, unos metros, y después, enseguida, se cansan y vuelven a su paso manso habitual. Andan solos, sin dueño, con una capa de polvo terroso en sus lomos.

Felipe López nació en Barrancas hace casi sesenta años y trabaja en el campo desde hace más de treinta. Tiene las manos oscuras, arrugadas, marcadas. Manos que han estado al sol en invierno y en verano. Hay tierra debajo de sus uñas, lo cual contrasta con el pelo corto y peinado prolijo en una raya al costado. La barba afeitada. El rostro fuerte. El cuerpo macizo.

Junto con Adriana, su mujer, tienen tres hijos y dos nietos. A la casa donde viven le da el sol por la mañana. Es amplia, prolija y es suya. Tener una casa es algo que quieren muchos en Barrancas.

A las dos de la tarde de un sábado tibio de junio, mientras en el pueblo duermen la siesta, Felipe siembra trigo en Casalegno, veinte kilómetros al oeste de Barrancas. Se levantó a las cinco de la mañana después de una noche de pocas horas. Se vistió. Anotó los gastos del día anterior en una libreta y salió despacio para no despertar a su mujer. Durante la mayor parte del año Felipe trabaja al menos doce horas al día.

Franco Pérez trabaja como peón rural junto a Felipe. Tiene veintisiete años y sus compañeros dicen que es la excepción a la regla.

-Es difícil encontrar a alguien como Franco hoy. Los chicos no quieren trabajar en el campo. Están vagueando todo el día.

Felipe López y Franco Pérez.

Franco es callado y sus ojos inquietos color miel miran profundo. Felipe y Eduardo, el tercer hombre que completa del equipo de trabajo, dicen que sí, que es callado, pero que le gusta jorobar. Él les da la razón enseguida largando una carcajada sincera y contagiosa. De esas risas que salen desde los ojos. Ojos inquietos color miel que miran profundo. Franco es el asador designado y es también el primero que se levantará a juntar los platos cuando termine el almuerzo.

-Ganaremos poca plata, pero comer sí que comemos.

Eduardo se ríe mientras troza un pedazo de pan para mojar en el jugo de la ensalada.

-El peón de campo es el que menos gana de toda la escala salarial y es el que más trabaja. Por eso también el que tiene ganas de trabajar, capaz, si puede, no lo elige. Y encima la droga. Pueden vender la planta de marihuana hasta por 250 mil pesos.

Se calza la gorra, pregunta por los escarbadientes y vuelve a su lugar en la máquina sembradora.


El boulevard San Martín es la columna vertebral del pueblo. Corre paralelo a las vías y sobre él se encuentran el cuartel de bomberos, la farmacia Rodríguez y el club, el único club, que marca el extremo sur del pueblo. En algún momento el boulevard supo ser sede de los carnavales de febrero. Los chicos se tiraban con espuma y serpentina y las viejas servían chocolate caliente en sus casas. De eso, hoy, nada.

Entrada del Club Atlético Recreativo Juventud Unida.

Durante 38 años Barrancas fue gobernado por Miguel David Mensegué, un hombre de campo que adoraba a su tierra y que, según dicen, nunca cobró un sueldo. Hoy el jefe comunal es un productor agropecuario llamado Jorge Calvet que pertenece a una alianza política de centroizquierda que solo sobrevive en Santa Fe.

Natalia Porta vive con sus dos hijos a unos metros del club. Tiene cuarenta años y un tono de voz suave y agradable. Es docente de Educación Tecnológica en la escuela secundaria comercial de Barrancas en donde se ofrecen dos orientaciones: Ciencias Naturales y Ciencias Económicas. La segunda de las dos secundarias del pueblo es de orientación técnica y en ninguna existe una terminación relacionada con la actividad agropecuaria.

-Hay un desinterés total por el campo de parte de los chicos y encima desde la escuela no se ofrecen salidas que lo fomenten. Culturalmente no hay mucho para ellos. La comuna trata de proponer actividades, pero no hay respuesta.

Jorge Mestre, secretario de Cultura del pueblo, asegura que desde la comuna se ofrecen muchísimas actividades.

-Tenemos una Casa de Cultura muy desarrollada que ahora tuvimos que transformar en centro de aislamiento para Covid, pero antes funcionaban hasta doce disciplinas. Tejido, cocina, danzas, idiomas, coro, taekwondo.

Lo cierto es que a las cinco de la tarde del sábado, varias motos con parejas de jóvenes circulan en dirección al puente, otro extremo que marca el límite noroeste de Barrancas. Se cruzan con parejas de gente más grande que camina en la dirección opuesta con viseras y botellas de agua en sus manos. Es la hora del recambio. Los jóvenes van llegando en tandas, en moto, en auto, a pie.

-El punto de encuentro de los chicos es cualquiera donde no los vean mucho. La plaza, las vías, el puente. -dice Natalia, quien es además secretaria del club y conoce de cerca a los adolescentes barranqueños.

Vista a la autopista Rosario-Santa Fe desde el puente.

El puente no es demasiado ancho, solo lo suficiente para que pase un camión, una máquina cosechadora o se organice una fiesta. Sobrevuela la autopista Rosario-Santa Fe y une un camino de tierra con otro de asfalto. Las barandas son naranjas, el mismo naranja que tiñe el cielo santafecino cuando atardece. Desde arriba se puede ver, enorme, la autopista. Da vértigo. Los jóvenes de Barrancas y de otros pueblos cercanos lo adoptaron como lugar de encuentro, sobre todo durante la pandemia porque la policía no los echaba de allí. Era un descontrol dicen, era un descontrol hasta que murió una chica y entonces se calmaron un poco. Dicen.

La madrugada del 10 de enero de 2021 Erika Mimbrero de 17 años viajó desde Monje a encontrarse con otros jóvenes en el puente de Barrancas. Un chico de 16 años la atropelló con su moto Honda Titan color azul.

-Venía haciendo la willy parece. No la vio. -comentan los vecinos.

Erika murió 8 días más tarde en el Hospital Cullen de Santa Fe, el día en que hubiese cumplido 18 años.


A las cinco y media, mientras muchos se dirigen al puente, Micaela, Ariadna y Nicole toman mates en el parque que bordea a las vías del Belgrano Cargas, el tren que todavía pasa pero que ya no frena. Es un día de sol sin titubeos y el viento es amable, casi cálido. Las chicas están en el último año de la escuela comercial y quieren seguir estudiando. Todavía no saben bien qué, pero saben qué no.

-A nadie le interesa trabajar en el campo. Menos a nosotras las mujeres. -coinciden las tres amigas, como si supieran de memoria que el 82% de los trabajadores de explotaciones agropecuarias son varones.

-Hay mucha droga acá, y más desde el año pasado en el que no había mucho para hacer.

Un estudio sobre consumo de sustancias psicoactivas en Santa Fe llevado a cabo por Sedronar en 2017 muestra que los datos provinciales representan un porcentaje mayor que el nivel nacional y que son los varones de 18 a 24 años quienes muestran el mayor consumo de marihuana y cocaína.

-Barrancas está muy metido en la droga. Se sabe quiénes venden y dónde, pero nadie hace nada. –afirma Natalia, que de todos modos nunca pensó en irse. No cambiaría el pueblo por la ciudad, pero le gustaría que su hijo probara suerte en otro lado, en Uruguay tal vez.

-Más que nada por la inseguridad. Cada dos por tres se escuchan robos de bicicletas, tiroteos.

Y es cierto. Cada tanto roban alguna bicicleta. Una garrafa. Una moto. Un televisor. Baterías de autos. Herramientas. Una planchita de pelo. Una impresora. Botellas de Gancia, de fernet, de vino Toro. Baldes de helado.


Además de la presencia de droga en el pueblo, hay otro punto en el que muchos en Barrancas están de acuerdo: entre la prolongada sequía que afectó el rinde de las últimas campañas, los cambios en la modalidad de trabajo cada vez más individualista y la falta de apoyo estatal a la actividad, todo se vuelve cuesta arriba para los productores y trabajadores que viven del campo.

Eduardo, que lleva muchos años en el rubro, dice que en el último tiempo se remataron muchas tierras.

-Los más chicos no aguantan el precio de los fertilizantes, las máquinas que se rompen y el gobierno que no los ayuda.

“En algunos sectores productivos la tendencia a la concentración es irremediable. La tecnología ha propuesto cambios que solo aquellos capaces de solventar grandes inversiones pudieron implementar. En el camino muchos tuvieron que abandonaron el sistema”, explica Jorgelina.

Además, el 61% de la superficie cosechada de cereales se realiza con maquinaria contratada. Esto significa que más de la mitad de las tierras en el país no son trabajadas por sus dueños, sino por productores que alquilan los campos. Alquiler que ahora es a quintal fijo por hectáreas, sin importar el rinde de la cosecha.

-Hoy muchos hijos no quieren lo de los padres, entonces lo dan en alquiler a quintal fijo y eso no ayuda al productor. Ahora es todo más individualista. Antes ganaban los dos o perdían los dos.

“Si el Estado no acompaña al principal negocio a cielo abierto capaz de ingresar divisas al país es muy difícil no perder actores productivos en el camino”, finaliza Jorgelina.


Franco acomoda con un fierro oxidado las brasas del asado que todavía arden sobre la tierra amarilla. Dice que a él lo que le gusta del campo es la tranquilidad, la mañana, poder andar horas tranquilo, mirando.

-En mi casa éramos una familia numerosa, doce hermanos, éramos tantos que si queríamos algo teníamos que ayudar a mi papá, ganárnoslo. Hoy se lo agradezco porque cuando me pongo un objetivo en la cabeza no paro hasta conseguirlo. Uno puede progresar haciendo cualquier cosa si trabaja.

Atardecer en el campo. Cosecha de soja 2018. Barrancas.

El amanecer en el campo es silencioso. Amanece sin prisa, sobre un cielo rosado mientras las gotas de rocío se evaporan despacio. El atardecer, en cambio, es más lúgubre, casi triste, y sin embargo, el naranja. Las luces del pueblo a lo lejos aparecen de a poco y de alguna manera uno sabe que no está solo.

Cerca de las seis de la tarde Felipe, Franco y Eduardo empiezan a sentir el peso del día, pero seguirán trabajando hasta varias horas más tras la caída del sol.

Un auto emprende la salida de Barrancas. Los perros lo corren un poco, pero ya no ladran. Lo siguen hasta una rotonda, donde clavan los frenos en seco y con la vista triste parecieran saludar al visitante que se aleja. Se ven cada vez más chicos, recortados por el atardecer que se pone detrás de ellos. Andan solos, sin dueño, con su capa de polvo terroso en sus lomos.

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