Mi cuarto



Virginia Woolf escribió sobre la importancia de tener un cuarto propio para poder escribir. Yo siempre entendí y defendí esa importancia. Siempre tuve un cuarto propio. 

El primero que recuerdo era naranja. Había un puf de cuerina color amarillo que se fue desgranando con el tiempo y una televisión cuadrada y negra que parecía un dado. 

El segundo de los cuartos era lila y enorme. Tenía una cama de dos plazas y alfombra mullida en todo el suelo. Hacía mucho frío en invierno y mucho calor en verano, pero era luminoso y se sentía como un refugio. 

El último cuarto en mi rol de hija fue verde agua. La cama cambiaba de lugar todo el tiempo como se cambia un zapato cuando se siente incómodo. En este cuarto me despojé de muchos objetos y luego me arrepentí: fotos, cartas, payanas, souvernirs. A veces la vida nos vuelve minimalistas.

En todos ellos mi lugar favorito era el escritorio. 

Hace algunos meses comparto mi cuarto y se sintió, durante un tiempo, como una invasión enemiga. Desterrada, me mudé, o más bien volví, al escritorio en donde alrededor de las cinco de la tarde entra el sol rayado a través de la cortina y algunas veces hay margaritas blancas en un florero. Los libros y cuadernos de notas se acumulan en el rincón derecho en una pila cada vez más alta. Hay una lámpara que me recuerda a la lámpara de Pixar y un lapicero de cerámica que hizo mi mamá. 

No es una habitación entera, no es un dormitorio. No tiene paredes ni puerta. Mi cuarto ahora es un escritorio. Un hábitat en donde leo, subrayo, escribo, tomo clases, trabajo y tomo mate también. No será el cuarto que imaginaba Virginia para que las mujeres escribiéramos todo aquello que quisiéramos escribir, pero es suficiente para escribir todo lo que yo quiero escribir. 


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